Thursday, February 11, 2010

Llantos del alma (II)

“Luis...Luis...Luis...Luis...¿no te pasa que cuanto más repites un nombre de una persona o de una cosa parece que pierde su significado, como si fueran sílabas emparejadas al azar, sin relación con algo concreto? Originalmente podían haber sido la convención aceptada para designar a un animal, describir un color o representar un teorema, pero después de repetirlas varias veces, todo esos significados son intercambiables. Pues a mí nunca me ha pasado con ese nombre. Al contrario, cada vez tiene más significado. No, perdona, “se corrigió a sí misma “ tenía más significado”. Esta vez no hubo carcajada o risa, sino la apagada mueca burlona de una sonrisa dirigida a un fantasma.

“Al principio de que lo dejáramos, no hubo ningún problema. La complicidad no desaparece de un día para otro cuando está enraizada en el alma. Se podía quedar con frecuencia, para ir al cine, para tomar un café, incluso para venir a mi casa y cocinarnos unas cenas como las de los viejos tiempos, aderezadas con bromas y charlas. Para no variar, terminada la comida y la conversación, yo acababa dormidita en el regazo y dejando una película a medias porque nunca he sido de trasnochar. No se percibía ningún cambio respecto a seis, doce o veinticuatro meses antes. Nada parecía haber cambiado o, si acaso, que el sexo ausente se había vuelto ternura presente y que ahora mi cuarto de invitados ya no era sólo medio trastero, medio despacho, sino también su dormitorio cuando se le hacía tarde y perdía el último autobús.”

“La primera vez que oí esa voz tan querida para mí acariciar el teléfono con un ´Te echo de menos´ fue como recibir una puñalada en el corazón. Un minuto después, un “Te quiero” me lo arrancaba del pecho.”

Marta se quedó unos segundos contemplando el cenicero de cristal policromado, como si de repente fueran a crecerle piernas y a salir corriendo hacia el borde de la mesa, para desde allí saltar al vacío y sufrir el casi certero destino de cualquier cenicero que se arroja desde metro y medio de altura sobre un suelo de baldosas amarillas. El cenicero continuó inmóvil.

“Yo estaba a sólo unos metros de su lejanía, fingiendo leer con interés los mensajes almacenados en mi propio y estúpido móvil. Mirándome a la cara nadie hubiera dicho que mi alma se había congelado. Supongo que aquello fue el principio del fin del principio del fin... En ese momento descubrí que sus caricias ya eran para otra, que no era mi lengua la que jugueteaba con la suya y que unas manos ajenas aprendían ahora de memoria el mapa de sus muslos que recorrían hasta su vello púbico.”

El café no se había calentado por arte de magia en los últimos minutos, pero ella sabía que el frío de sus labios sí que podía ser engañado con otro cigarrillo. Rápidamente, el tercero se reunió con sus dos difuntos compañeros en el cenicero, que curiosamente seguía donde ella lo había puesto, y un cuarto Marlboro llegó con ansia a su boca. Una vez encendido, Marta continuó su monólogo.

“Aguanté todo lo que pude y me convertí en el ejemplo viviente de ese viejo dicho tan manido de que la procesión va por dentro, o eso era lo que yo quería pensar. Pero siempre he sido transparente, ya sabes que miento fatal, sobre todo a mí misma, y aquello no duró mucho. Un par de semanas después, salí de la ducha y limpié el espejo del que brotaban gotas de agua. No reconocí el rostro en el cristal. Mi cara se veía más delgada, unos círculos negros eran mi permanente sombra de ojos y parecía que la mala vida me había anticipado las arrugas que no deberían haber llegado hasta pasada otra década.”

“Desde aquella primera llamada que yo no debería haber escuchado, el manto de la noche me resultaba frío y vacío, ya no era el momento en que las preocupaciones cotidianas desaparecían por ensalmo sino la puerta que se abría al dolor, la rabia y el miedo de mi subconsciente.”

“Durante el tiempo que el resto dedicaban a abrazar a la almohada o a acurrucarse junto a su pareja, yo sólo miraba para el techo, cerraba los ojos unos minutos y volvía a despertarme, repitiendo ese ciclo durante ocho horas, hasta que sonaba la alarma del móvil para arrastrarme del dormitorio al trabajo.”

“Día tras día me dejé llevar por la rutina de fingir en público y caer en un estado cuasi catatónico a solas. Recordarme a mi misma que no debía pensar en Luis sólo provocaba que pensara en Luis lo que, a su vez, me llevaba a no querer pensar en nada.”

“La insistencia familiar y alguna velada amenaza laboral me desviaron hacia la sancionada prescripción facultativa. Hice un par de nuevos amigos que me ayudaron a sobrellevar la situación con sus susurros de tranquilidad y sueño, se llamaban Orfidal y Somnovit. Se convirtieron en parte integral de mi vida, sustituyendo a la lectura antes de acostarme y a las lagrimas que arrasaban con mi rostro al despertarme sola en la cama.“

“Eso sí, eran amigos bastante posesivos que me querían para ellos solos y no tenían intención de compartirme con nadie. Actuaron estupendamente en el papel de esconder de mi vista a mi particular fantasma, pero se crecieron con la crítica favorable y pasaron a mantener a raya al resto de mis amigos, aunque consiguieron que caminara otra vez sobre una nube, pero no de amor, sino de química. Nube al fin y al cabo. Acabé poniendo los pies en la tierra gracias a que un cóctel de alcohol, antidepresivos, somníferos y cocaína casi me mata.”

“Ahora eres tú quién deberías verte en el espejo, se te han puesto los ojos como platos.” añadió con una sonrisa de diablillo, y su blanca dentadura refulgió entre los labios de frambuesa. ”Claro, no sabías nada. Ni tú ni casi nadie de mi entorno. Yo no llevaba documentación encima y durante esa orgía de autodestrucción nocturna mi móvil había terminado estrellado contra una pared.”

“En medio de una alucinación creí recibir una llamada y en la pantalla aparecía ´Mi cielo´ y su fotografía, pese a que había borrado todos sus números de teléfono y los mensajes, recibidos y enviados. Mi pequeño corazón fué más rápido que mi enturbiado cerebro, o quizás al revés, y el teléfono se rompió en mil pedazos a unos centímetros del espejo de aquel cuarto de baño.”

“Supongo que fue entonces cuando vomité y me desmayé. De haberlo hecho al revés, ahora estaría muerta”

Thursday, January 28, 2010

Llantos del alma (I)

Para quien no la hubiera conocido antes y fuera ésta la primera que vez que la escuchara, su risa parecía tan fresca y sincera como la de cualquier otra mujer joven y guapa. Brotó de una esquina de la cafetería, cerca de donde se encontraba uno de esos teléfonos públicos verdes que tozudamente se niegan a desaparecer, y se apagó antes de prolongarse más allá de la barra, cerca de donde el camarero sudamericano tiraba una caña. Para los escasos clientes de aquella extraña hora, demasiado tarde para comer, demasiado temprano para merendar, sólo interrumpió durante un par de segundos las palabras del locutor deportivo en la pantalla de televisión, anunciando el último triunfo del equipo más goleador de la Liga.

Para sus amigos habría algo que no parecía del todo correcto, aunque no fueran capaz de identificarlo. Tal vez una sensación de que era levemente forzada, de que la sonrisa que acompañaba a la carcajada no llegaba del todo a su mirada. En aquella sinfonía de tonos alegres, había quizás esos suaves acordes que sonaban a inocencia perdida, la de aquel que ya sufrió ese primer día en que las lagrimas no eran precisamente de felicidad y que desde entonces era consciente de la volatilidad de toda alegría.

“¡Pues claro que estoy bien!, ¿por qué no iba a estarlo?” La sonrisa de Marta se convirtió en mueca cuando se llevó otro cigarrillo a la boca, aunque apenas hacía unos segundos que había aplastado los restos del anterior en el cenicero. Sus ojos bajaron hacia la mesa y con ágiles dedos apartó y redistribuyó sobre su superficie los cafés y el apenas probado pincho de tortilla para alcanzar su plástico y barato objetivo. Las manos no temblaron mientras aplicaba la llama del mechero al extremo del Marlboro y sus pulmones recibían la siguiente dosis de tranquilizador veneno. Cumplida su función, el encendedor volvía a reposar junto al paquete de tabaco a la espera de que se le volviera a necesitar.

“Estoy bien, en serio, no tienes por qué preocuparte”, repitió otra vez, pero sin reírse en voz alta, sin llamar la atención esta vez, sin sorprender abruptamente a los parroquianos que merendaban sus propias conversaciones banales, regadas con cafeína y nicotina. “Ya han pasado cuarenta y dos días o, como diría el poeta de carretera, cuarenta y dos noches”, añadió sin ápice de ironía, “y todo es de lo más normal, ya te puedes imaginar.”

En unos segundos pasó a reducir a trilladas frases las horas de su vida. “Trabajo de lunes a viernes, compras y cafés los sábados, la ocasional cena o salida de copas algún fin de semana que otro porque yo me lo merezco, cine los domingos...como ves no tengo mucho que contarte,” casi se disculpó “aunque haga algún tiempo que no nos vemos. Pero no me malinterpretes, ¿eh?, que me encanta haber quedado contigo, por supuesto, aunque últimamente el trabajo, mucho y con personal escaso y mal pagado para no variar, me tiene absorbida”, se justificó mientras con la mano libre abanicaba el humo, apartándolo de aquel rincón de confesiones.

Su melena negra como ala de cuervo se movió suavemente al girar su marfileño rostro y dirigir la mirada al exterior, con el brillante pelo deslizándose apenas por encima de sus hombros. A través de la ventana la lluvia caía, suave pero insistente, sobre alguna cabeza desprotegida y muchos paraguas. La gente, que siempre va a lo suyo, parecía más encerrada y concentrada en sus propios asuntos que de costumbre, aunque podía ser sólo una impresión causada por tantas personas cabizbajas y con los hombros encogidos. El peso de sus vidas podía hacerse intolerable por momentos para muchos de ellos. La Humanidad que se apresuraba al otro lado del cristal no parecía demasiado feliz consigo misma.

Los ojos marrones volvieron a la mesa y a la conversación, que retomó con un suspiro. Como el pago de una multa o la entrega de un examen para el que no se había estudiado, no tenía sentido prolongar más el final último de aquella reunión.

“Supongo que será mejor que saque yo el tema de conversación y así nos lo quitamos de en medio, ¿verdad?. No pongas esa cara, puedo hablar sobre ello sin romper a llorar, ya no es causa y efecto. Ya dijo, hum, ¿Nietzsche?, que lo que no nos mata nos hace más fuertes, ¿verdad? Jodidos filósofos germanos, siempre preocupados por la intrascendencia del individuo y a la vez por su papel en el mundo. ¡Qué paradoja que seis millones de individuos murieran por una mezcla de miedo, incultura, fanatismo y la objetiva interpretación literal de obras filosóficas! No se si a mí me ha hecho más fuerte, pero a la vista está que no ha conseguido matarme, incluso al haber adelgazado todo el mundo me encuentra estupenda. En fin, lo que decía, que no es un tema tabú, aunque la gente me susurre ´¿Qué tal estás?´ en vez de ´¿Cómo llevas lo de Luis?´”

Volvió a reírse, pero no demasiado alto, como si pidiera disculpas por encontrarle un punto gracioso a algo que se suponía triste. Aprovechó para acercarse a los labios la taza de café, siempre negro, fuerte y ahora, además, frío. Pero no le hizo ascos al sabor amargo, ella conocía perfectamente esa sensación y si había podido vencerla en su interior, no tenía porqué apartarla de la boca..

Se recostó en la silla, enderezó la espalda, miró al frente y, cogiendo fuerzas mentalmente, comenzó a hablar bajando la voz.

Monday, January 11, 2010

Sentido y sensibilidad

Si es Ley de Vida, es injusta. La Naturaleza no es sabia, es una hija de puta y el corazón del hombre no es rojo, sino negro carbón. Las nubes no son corderos, rostros o coches, son furia, rabia y dolor. Cuando se concentra demasiado, cuando es tan denso que la ira lo envuelve, estalla con rugidos luminosos y azota la tierra con sus bramidos. Y la riega con sus lagrimas.

Las que más duelen son esas cosas que a una se le pasan por la cabeza pero que han dado un rodeo para no acercarse al corazón. Las estadísticas, las probabilidades, lo verosímil, por escondido, olvidado o no mencionado, no deja de ser una enorme putada que ahogará tu rostro en la almohada mientras boqueas por un oxígeno que necesitas pero no deseas.

Te dices a tí misma que hagas las cosas por tí y para tí, no contra él o contra nadie. Pero tu mente vaga, trama y conspira sin descanso. Es como esa pieza del motor que funciona silenciosamente, sin que notes que está allí, haciendo su trabajo con precisión segundo tras segundo, minuto tras minuto. Sólo cuando te acercas a observarla con detenimiento, percibes el ligero ronroneo que acompaña su mecánica acción. Y ese ruidito se va contigo cuando apartas la mirada, cuando te dedicas a otra cosa. Pero el ronroneo no se pierde en la distancia, sino que se te queda pegado, como esa melodía que no te puedes quitar de la cabeza aunque te la arrancaras de cuajo.

El novio más guapo del mundo, un George Clooney hablando español con ligero acento, que lo pierde cuando te hace gozar en la cama. Varias veces. La misma noche. Viajes en avión privado, y lo siento por la atmósfera, la Antártida y los niños de Brasil. Una casa en Europa que no tiene servicio doméstico, necesita servicio doméstico. El ático en Nueva York, en la Quinta Avenida o donde sea que a la zorra esa de Sarah Jessica Parker le pudiera dar más envidia. El yate, porque una señora con este tipo made in cirujano plástico y adorablemente gay entrenador personal, tiene que lucirse sobre la cubierta de un barco que atraque sólo en Montecarlo u otros sitios similares, poblados por Ferraris y Rolex.

Todos esos sueños ajenos valdrían menos que una moneda de tres euros si no lo ve él. Porque tú no vales una mierda si no está a tu lado. Si no estás a su lado. Como sea, de cualquier manera. Si te quedara un ápice de autoestima lo venderías gustosa porque él te sonriera. O que te llamara. O que mirara el teléfono pensando en ti. O que no hubiera borrado tu número de la agenda. O que alguien te dijera que el otro día le vió triste. Porque pensaba en ti. Seguro.

Ya no eres tú misma. Lo fuiste, seguro, en el pasado. Incluso afrontaste bastante bien la ruptura, la separación adulta y consensuada. Pero una señorita no se emborracha. Aunque tú no fuiste una señorita. No hubo otra relación, no hubo nada serio. De hecho hace dos años que no hay nada con nadie. De las necesidades de tu cuerpo te ocupas tú misma, gracias por preguntar. Las que joden, menudo juego de palabras, son las otras, porque no es tu sexo el que tiene hambre, sino tu alma.

No son los brazos masculinos, sino las caricias de sus manos. No son los labios que te besan, sino los que te sonríen. No son las piernas a las que rodean las tuyas, sino los pies que juegan unos con otros. Eso es lo que echas de menos, eso es lo que quisieras recuperar. No has vuelto a tener nada similar desde que sus manos cogieron el figurado picaporte y el hogar se convirtió en casa, la casa en prisión, y la prisión, casi, en tumba.

Fachadas de normalidad se crearon con andamios de apariencias. La vida sigue, y todo cambia para que nada cambie, menos el “adiós” que nunca mutó en “hola”. Sigues el camino, porque hay que trabajar para poder comer. Y a los amigos no conviene perderlos. Y familia sólo hay una, aunque tu nombre vaya asociado a la gastronomía y la religión (“Se te va a pasar el arroz”, bromea tu madre; “te vas a quedar para vestir santos”, dice con tristeza tu abuela).

Facebook, myspace y el blog de su empresa desaparecen de los marcadores de tu navegador. Es igual que los hayas quitado, porque puedes teclear las direcciones con los ojos cerrados. O cuando están velados por una niebla alcohólica, y te da por revisar cada uno de sus 342 amigos, a ver si adivinas quien es ella.

Ahora sabes que él tiene una zorra rubia y delgada que le hace reir y le rie las gracias. Y lo sabes porque, sin aviso previo en los periódicos ni en la televisión, los ves caminar abrazados por la acera de enfrente. En ese momento no deseas que te trague la tierra, sino que una gorda con un cinturón de explosivos a punto de estallar y agarrada a un piano de cola se les caiga a ambos en la puta cabeza.


Extraido del Libro “Cómo sobrevivir a la nueva relación de tu ex-pareja”, A. Eiredog, Capítulo IV, “Lo entiendo, lo acepto y ojalá se muera de Ébola”