Thursday, January 28, 2010

Llantos del alma (I)

Para quien no la hubiera conocido antes y fuera ésta la primera que vez que la escuchara, su risa parecía tan fresca y sincera como la de cualquier otra mujer joven y guapa. Brotó de una esquina de la cafetería, cerca de donde se encontraba uno de esos teléfonos públicos verdes que tozudamente se niegan a desaparecer, y se apagó antes de prolongarse más allá de la barra, cerca de donde el camarero sudamericano tiraba una caña. Para los escasos clientes de aquella extraña hora, demasiado tarde para comer, demasiado temprano para merendar, sólo interrumpió durante un par de segundos las palabras del locutor deportivo en la pantalla de televisión, anunciando el último triunfo del equipo más goleador de la Liga.

Para sus amigos habría algo que no parecía del todo correcto, aunque no fueran capaz de identificarlo. Tal vez una sensación de que era levemente forzada, de que la sonrisa que acompañaba a la carcajada no llegaba del todo a su mirada. En aquella sinfonía de tonos alegres, había quizás esos suaves acordes que sonaban a inocencia perdida, la de aquel que ya sufrió ese primer día en que las lagrimas no eran precisamente de felicidad y que desde entonces era consciente de la volatilidad de toda alegría.

“¡Pues claro que estoy bien!, ¿por qué no iba a estarlo?” La sonrisa de Marta se convirtió en mueca cuando se llevó otro cigarrillo a la boca, aunque apenas hacía unos segundos que había aplastado los restos del anterior en el cenicero. Sus ojos bajaron hacia la mesa y con ágiles dedos apartó y redistribuyó sobre su superficie los cafés y el apenas probado pincho de tortilla para alcanzar su plástico y barato objetivo. Las manos no temblaron mientras aplicaba la llama del mechero al extremo del Marlboro y sus pulmones recibían la siguiente dosis de tranquilizador veneno. Cumplida su función, el encendedor volvía a reposar junto al paquete de tabaco a la espera de que se le volviera a necesitar.

“Estoy bien, en serio, no tienes por qué preocuparte”, repitió otra vez, pero sin reírse en voz alta, sin llamar la atención esta vez, sin sorprender abruptamente a los parroquianos que merendaban sus propias conversaciones banales, regadas con cafeína y nicotina. “Ya han pasado cuarenta y dos días o, como diría el poeta de carretera, cuarenta y dos noches”, añadió sin ápice de ironía, “y todo es de lo más normal, ya te puedes imaginar.”

En unos segundos pasó a reducir a trilladas frases las horas de su vida. “Trabajo de lunes a viernes, compras y cafés los sábados, la ocasional cena o salida de copas algún fin de semana que otro porque yo me lo merezco, cine los domingos...como ves no tengo mucho que contarte,” casi se disculpó “aunque haga algún tiempo que no nos vemos. Pero no me malinterpretes, ¿eh?, que me encanta haber quedado contigo, por supuesto, aunque últimamente el trabajo, mucho y con personal escaso y mal pagado para no variar, me tiene absorbida”, se justificó mientras con la mano libre abanicaba el humo, apartándolo de aquel rincón de confesiones.

Su melena negra como ala de cuervo se movió suavemente al girar su marfileño rostro y dirigir la mirada al exterior, con el brillante pelo deslizándose apenas por encima de sus hombros. A través de la ventana la lluvia caía, suave pero insistente, sobre alguna cabeza desprotegida y muchos paraguas. La gente, que siempre va a lo suyo, parecía más encerrada y concentrada en sus propios asuntos que de costumbre, aunque podía ser sólo una impresión causada por tantas personas cabizbajas y con los hombros encogidos. El peso de sus vidas podía hacerse intolerable por momentos para muchos de ellos. La Humanidad que se apresuraba al otro lado del cristal no parecía demasiado feliz consigo misma.

Los ojos marrones volvieron a la mesa y a la conversación, que retomó con un suspiro. Como el pago de una multa o la entrega de un examen para el que no se había estudiado, no tenía sentido prolongar más el final último de aquella reunión.

“Supongo que será mejor que saque yo el tema de conversación y así nos lo quitamos de en medio, ¿verdad?. No pongas esa cara, puedo hablar sobre ello sin romper a llorar, ya no es causa y efecto. Ya dijo, hum, ¿Nietzsche?, que lo que no nos mata nos hace más fuertes, ¿verdad? Jodidos filósofos germanos, siempre preocupados por la intrascendencia del individuo y a la vez por su papel en el mundo. ¡Qué paradoja que seis millones de individuos murieran por una mezcla de miedo, incultura, fanatismo y la objetiva interpretación literal de obras filosóficas! No se si a mí me ha hecho más fuerte, pero a la vista está que no ha conseguido matarme, incluso al haber adelgazado todo el mundo me encuentra estupenda. En fin, lo que decía, que no es un tema tabú, aunque la gente me susurre ´¿Qué tal estás?´ en vez de ´¿Cómo llevas lo de Luis?´”

Volvió a reírse, pero no demasiado alto, como si pidiera disculpas por encontrarle un punto gracioso a algo que se suponía triste. Aprovechó para acercarse a los labios la taza de café, siempre negro, fuerte y ahora, además, frío. Pero no le hizo ascos al sabor amargo, ella conocía perfectamente esa sensación y si había podido vencerla en su interior, no tenía porqué apartarla de la boca..

Se recostó en la silla, enderezó la espalda, miró al frente y, cogiendo fuerzas mentalmente, comenzó a hablar bajando la voz.

Monday, January 11, 2010

Sentido y sensibilidad

Si es Ley de Vida, es injusta. La Naturaleza no es sabia, es una hija de puta y el corazón del hombre no es rojo, sino negro carbón. Las nubes no son corderos, rostros o coches, son furia, rabia y dolor. Cuando se concentra demasiado, cuando es tan denso que la ira lo envuelve, estalla con rugidos luminosos y azota la tierra con sus bramidos. Y la riega con sus lagrimas.

Las que más duelen son esas cosas que a una se le pasan por la cabeza pero que han dado un rodeo para no acercarse al corazón. Las estadísticas, las probabilidades, lo verosímil, por escondido, olvidado o no mencionado, no deja de ser una enorme putada que ahogará tu rostro en la almohada mientras boqueas por un oxígeno que necesitas pero no deseas.

Te dices a tí misma que hagas las cosas por tí y para tí, no contra él o contra nadie. Pero tu mente vaga, trama y conspira sin descanso. Es como esa pieza del motor que funciona silenciosamente, sin que notes que está allí, haciendo su trabajo con precisión segundo tras segundo, minuto tras minuto. Sólo cuando te acercas a observarla con detenimiento, percibes el ligero ronroneo que acompaña su mecánica acción. Y ese ruidito se va contigo cuando apartas la mirada, cuando te dedicas a otra cosa. Pero el ronroneo no se pierde en la distancia, sino que se te queda pegado, como esa melodía que no te puedes quitar de la cabeza aunque te la arrancaras de cuajo.

El novio más guapo del mundo, un George Clooney hablando español con ligero acento, que lo pierde cuando te hace gozar en la cama. Varias veces. La misma noche. Viajes en avión privado, y lo siento por la atmósfera, la Antártida y los niños de Brasil. Una casa en Europa que no tiene servicio doméstico, necesita servicio doméstico. El ático en Nueva York, en la Quinta Avenida o donde sea que a la zorra esa de Sarah Jessica Parker le pudiera dar más envidia. El yate, porque una señora con este tipo made in cirujano plástico y adorablemente gay entrenador personal, tiene que lucirse sobre la cubierta de un barco que atraque sólo en Montecarlo u otros sitios similares, poblados por Ferraris y Rolex.

Todos esos sueños ajenos valdrían menos que una moneda de tres euros si no lo ve él. Porque tú no vales una mierda si no está a tu lado. Si no estás a su lado. Como sea, de cualquier manera. Si te quedara un ápice de autoestima lo venderías gustosa porque él te sonriera. O que te llamara. O que mirara el teléfono pensando en ti. O que no hubiera borrado tu número de la agenda. O que alguien te dijera que el otro día le vió triste. Porque pensaba en ti. Seguro.

Ya no eres tú misma. Lo fuiste, seguro, en el pasado. Incluso afrontaste bastante bien la ruptura, la separación adulta y consensuada. Pero una señorita no se emborracha. Aunque tú no fuiste una señorita. No hubo otra relación, no hubo nada serio. De hecho hace dos años que no hay nada con nadie. De las necesidades de tu cuerpo te ocupas tú misma, gracias por preguntar. Las que joden, menudo juego de palabras, son las otras, porque no es tu sexo el que tiene hambre, sino tu alma.

No son los brazos masculinos, sino las caricias de sus manos. No son los labios que te besan, sino los que te sonríen. No son las piernas a las que rodean las tuyas, sino los pies que juegan unos con otros. Eso es lo que echas de menos, eso es lo que quisieras recuperar. No has vuelto a tener nada similar desde que sus manos cogieron el figurado picaporte y el hogar se convirtió en casa, la casa en prisión, y la prisión, casi, en tumba.

Fachadas de normalidad se crearon con andamios de apariencias. La vida sigue, y todo cambia para que nada cambie, menos el “adiós” que nunca mutó en “hola”. Sigues el camino, porque hay que trabajar para poder comer. Y a los amigos no conviene perderlos. Y familia sólo hay una, aunque tu nombre vaya asociado a la gastronomía y la religión (“Se te va a pasar el arroz”, bromea tu madre; “te vas a quedar para vestir santos”, dice con tristeza tu abuela).

Facebook, myspace y el blog de su empresa desaparecen de los marcadores de tu navegador. Es igual que los hayas quitado, porque puedes teclear las direcciones con los ojos cerrados. O cuando están velados por una niebla alcohólica, y te da por revisar cada uno de sus 342 amigos, a ver si adivinas quien es ella.

Ahora sabes que él tiene una zorra rubia y delgada que le hace reir y le rie las gracias. Y lo sabes porque, sin aviso previo en los periódicos ni en la televisión, los ves caminar abrazados por la acera de enfrente. En ese momento no deseas que te trague la tierra, sino que una gorda con un cinturón de explosivos a punto de estallar y agarrada a un piano de cola se les caiga a ambos en la puta cabeza.


Extraido del Libro “Cómo sobrevivir a la nueva relación de tu ex-pareja”, A. Eiredog, Capítulo IV, “Lo entiendo, lo acepto y ojalá se muera de Ébola”