Tuesday, December 18, 2007

Una última súplica (y IV)

"Los adultos son niños con un sueldo", y por encima de la media, en el caso de Luis. Pero esa carta la había escrito con tristeza, amargura y el deseo de conseguir lo imposible, porque la luna estaba lejos del alcance de sus dedos, a sabiendas de que su comportamiento era infantil y, peor aun, sin esperanza. Pero no podía dejar de hacerlo, de intentarlo, aunque fuera una batalla perdida, como tantas otras en la Historia. No una, sino tres veces a lo largo de los siglos, en Chittorgah, India, los soldados sometidos a asedio en el fuerte escogieron la muerte antes que el deshonor, saliendo de la protección de sus murallas a combatir a un enemigo que les barrió con facilidad. Luis sabía que este último gesto estaba condenado al fracaso, como todos los anteriores. Llevaba tiempo deslizándose cuesta abajo por una pendiente de humillación, sacrificio y dolor. Estaba a punto de tocar fondo y temía el momento en que eso llegara porque veinte pastillas de Somnovit estaban en su mesilla de noche, demasiado cerca, demasiado atractivas enfundadas individualmente en la palidez lechosa de su plástico.

"Una cierta dosis de locura es necesaria para sobrevivir en un mundo tan insano" era otra de sus frases favoritas. A veces, usaba una variante, cambiando la primera parte por un más bohemio "Dosis de alcohol son necesarias con frecuencia...". Sólo él lo encontraba divertido, y solamente cuando había ingerido su ración diaria de bebida. Ese es otro comportamiento que había recuperado, como el tabaco, que no probaba desde los quince años. "No tengo prisa por morir" contestaban los imbéciles fumadores cuando les decían que el tabaco es un veneno lento. Ahora Luis era un imbécil más, pero él si tenía prisa por llegar al punto en que la auto destrucción sería completa. No era Nicolas Cage en "Leaving Las Vegas", pero de una manera más europea, más sibarita, disfrutaba del Benedictine y el Drambuie en privado. Y del ron dominicano en público. Y las botellas de Rioja y Ribera del Duero ocupaban ahora los primeros puestos en el contenedor para reciclar vidrio, que el Ayuntamiento había situado convenientemente cerca de su portal. Tampoco era De Niro en "Taxi Driver", pero el café con leche del desayuno se había convertido en café con Baileys primero y en Baileys con café más tarde. Uno de estos días, en cualquier control rutinario, le iba a parar la Guardia Civil a las ocho de la mañana y al olerle el aliento le obligarían a soplar en el condenado aparatito. Y daría positivo.

Lo curioso es que eso no tenía nada que ver con Marisa, se volvió a mentir a sí mismo mientras franqueaba la puerta del bar, buscando el calor artificial del interior. No, todo eso sólo tenía que ver con esas malditas fechas en el calendario en que el Gobierno y las Televisiones decretan que hemos de ser felices y estar emparejados o, en su defecto, andar buscando pareja con más desesperación que de costumbre. Claro, a ver a quien sentamos en la mesa la noche del veinticuatro de Diciembre, no sea que a la pobre abuela le de un ataque, que ya sabemos que no es nada moderna para según que cosas. Ya había sido bastante duro para ella enterarse de que Marisa y Luis habían cortado después de sólo un año de relaciones. Otra vez que su ilusión de tener un nieto al que malcriar desaparecía delante de sus ojos.

Un rápido vistazo constató que dos cubitos de hielo casi derretidos eran lo único que quedaba de su segunda copa del martes, así que decidió que también sería la última, por lo menos hasta llegar a casa. Allí le esperaba el temido silencio que le gritaba que la realidad es una hija de puta que muerde con ganas. Que no busca el cuello, porque eso sería demasiado fácil y rápido, sino que se lanza al estómago, destrozando la barriga en su camino y provocando una muerte dolorosa y lenta que se prolonga durante horas. O, como en el caso de Luis, once meses y cuatro días.

Varios correos electrónicos fruto de la desesperación, hijos del patetismo de una situación insostenible, eran las últimas adquisiciones para un baúl que ya contenía infinidad de cenas a la luz de una chimenea, tardes de sábado en el cine con palomitas y PepsiCola, ociosos domingos de juegos bajo las sábanas, besos robados en las escaleras de su edificio de oficinas, una deslumbrante sonrisa en la cafetería, sólo para él, y doce meses de complicidades. También distanciamiento, silencios embarazosos, enfados disimulados y otros gritados, y una dolorosa ruptura. Y otra, menos dolorosa. Y una separación agónica, para luego enterarse de que había otro que no sólo le calentaba la cama sino también el corazón.

"Tira el baúl y la llave al mar. A dos mares distintos, mejor, o el que se irá un día de cabeza al Cantábrico vas a ser tú", le había disparado a quemarropa un amigo de triste mirada, pausado hablar y, repetidas veces, roto corazón. Viniendo de alguien incapaz de aprender de sus propios errores, más allá de no volver a retirar del fuego una sartén de mango metálico sin usar un trapo de cocina, eso resultaba casi gracioso. Si el sentido del humor es cínico, claro está.

Había habido otras mujeres después de Marisa, por supuesto. El coctel de alcohol, desesperación y miedo le habían arrojado en otros brazos alguna que otra vez. El sexo de las primeras veces es más apasionado, más sucio y más primitivo que el que se tiene un mes después. Y, sin embargo, cuando se levantaba en una cama ajena o, cuando veía a alguien desconocido en la suya al romper el alba, Luis tenía un nudo en la garganta y todo el placer físico de la noche anterior se desvanecía por completo. Ni siquiera la masturbación le resultaba un alivio. Ya fuera con una película o con fotos en el monitor del ordenador, siempre ocurría lo mismo: antes de terminar se le venía a la cabeza la imagen de Marisa. Desnuda, tumbada boca arriba en una cama de blancas sabanas. Melena negra desparramada sobre la almohada, ojos entrecerrados, labios humedecidos por una lengua insinuante. Respiración agitada que hacía subir y bajar sensualmente sus preciosos pechos, blancos donde el bikini había cubierto la piel pero de sonrosada aureola. Su barriguita, que a él le encantaba acariciar, casi plana. Más abajo del ombligo, una carretera forestal hacia el placer.

Pero no era él quien se acerba a ella y la penetraba, sino otro hombre. El brutal asalto a su mente de una imagen tan odiada era tan poco favorecedor para la tarea sexual que tenía, literalmente, entre manos, como el que le pusieran delante una foto del Papa. Además, su educación católica le había dejado marcada una patente sensación de culpabilidad cada vez que afrontaba el solitario acto del onanismo. Y eso que él no tenía que fecundar a la mujer de su fallecido hermano.

Le pagó las consumiciones a un joven camarero, con la cabeza afeitada y un tatuaje que asomaba por la nuca, y salió del bar, sin abrocharse el abrigo. Una vez fuera, sin la protección de ningún pétreo soportal, levantó la mirada hacia las estrellas, balizas cósmicas, remotos mensajeros del pasado, y decidió dar por terminada la noche con un murmurado "Por muy rápido que corras, por muy lejos que vayas, nunca conseguirás esconderte de ti mismo". Suspirando, se metió las manos en los bolsillos y caminó calle abajo, sin importarle que el frío viento azotara su cara, haciendo que perlas saladas brotaran de sus tristes ojos azules.

Y no podía negar que eso tenía que ver con Marisa, aunque no hubiera querido saber nada de ella desde hacía once meses y ,ahora, casi cinco días.

Thursday, December 13, 2007

Una última súplica (III)

Era incapaz de echarle a ella la culpa de nada, excepto del fin de semana en Roma, un mes después de que se hubiera acostado con El Otro, por primera vez, en León. Le había suplicado que no fuera a la capital italiana, que eso sería el último clavo del ataúd y nada, nada podría salvar de la hecatombe una relación que, estaba convencido, aún tenía arreglo. Como si la hubiera escrito ayer, recordó una carta que era su última súplica.

Mi querida Marisa:

Ni siquiera Dios puede cambiar el pasado. También es cierto que nuestro presente será, dentro de un segundo, inmutable, y por eso deberíamos tener en cuenta que nuestras acciones no tienen vuelta atrás y formarán parte de nuestras pequeñas historias para el resto de nuestras vidas, lo queramos o no. Lo que pasó hace diez años o diez horas, estará siempre con nosotros, vayamos a donde vayamos, hagamos lo que hagamos, lleguemos a donde lleguemos. Todos, todos, tenemos fantasmas en nuestro armario, cosas que hicimos o dejamos de hacer, dijimos o nos callamos, que nos gustaría poder cambiar, pero no podemos y hemos de vivir con ellas.

Pero el futuro lo decidimos con nuestro presente, aunque nadie sabe como será, porque hay circunstancias que uno no controla y no decide, sino que es "la vida" la que lo hace por nosotros. A veces son regalos inesperados, otras son desgracias. Afrontarlas ambas de una manera u otra es decisión personal, buscando siempre lo mejor y pensando en esa nube indefinida que es el mañana.

Tú no puedes cambiar tu pasado ni el de nadie, ni yo el mío o alterar el tuyo. Pero tú si puedes decidir sobre tu futuro, sobre la Marisa que quieres ser.

No podemos cambiar lo que pasó en León. Te despediste de mí en la puerta del hotel con besos que no eran precisamente de ternura, y yo emprendí el viaje, sólo, hacia Madrid y esa maldita reunión que me alejó de ti y te acercó a otro. De hecho, cuando escribo estas líneas amargas pienso que soy un arrogante porque ni siquiera estoy seguro de que quieras cambiar ese pasado si pudieras; suena todo tan premeditado, tan pensado.

Tal vez la satisfacción de esas noches de gemidos y sexo sea compensación por...por...estar a punto de perderme. Pero eso es lo que quieres, ¿verdad?. Tal vez lo pensaste allá en León, cuando abrazabas un viejo cuerpo desnudo que te penetraba. Tal vez pensabas que así no me dejabas a mí más opción que desaparecer de tu vida. No lo hacías por eso, naturalmente, te lo pedía el cuerpo y el corazón, y encontraste a alguien adecuado, para tener algo más allá de lo físico, por decirlo de una manera no demasiado asquerosa ni demasiado dolorosa (creeme, no se si sería posible porque mi mente es mi peor enemigo) para quien escribe estas líneas.

Empecé esta carta sin que se me hubiera pasado por la cabeza lo que se deduce de los párrafos anteriores, que no era sólo sexo sino que quieres tener una relación con El Otro, pero voy a seguir conforme a tenía pensado hacer, aunque ahora me doy cuenta de que podría estar equivocado, tristemente equivocado.

Como decía, no se puede cambiar el pasado, pero tú, y sólo tú, tienes la opción de cambiar el futuro. Marisa, esta carta, triste, amarga, y dolorosa, tiene como fin el pedirte algo, un último favor, o, más bien, una última súplica. Soy humano y no estoy por encima de pasiones y deseos, así que los puedo entender. Y tengo mis fallos, no soy tan bueno como crees. Pero incluso mi capacidad para perdonar tiene un límite, y Roma está mucho más allá de él. Desde que te fuiste, con besos envenenados, he estado pensando en lo que hablamos y en todo lo que yo dije. Nunca olvidaré León y ese nombre cambia para mí el significado de muchos otros y de muchas experiencias. Viviré con eso, y sobreviviré, estoy seguro. Pero Roma es distinto, porque no está en el pasado sino en un futuro que depende sólo de tí.

Vas a ir a Roma a ver la ciudad, las ruinas y los museos. Vas a verle a él, a sabiendas (de ambos) de que probablemente no hay ningún futuro juntos y que sólo sois dos personas que se han gustado y han coincidido en una cama durante unos días. Ambos sois conscientes de que esto es solamente una aventura, sexo con otra persona en un país extraño. Pero que no se prolongará en el futuro porque no hay posibilidad de un 2008 o 2009 o más allá juntos.

No te pido que no vayas a Roma. No te pido que no quedes con él en Roma. Lo que te pido es otra cosa. Si crees que hay alguna esperanza para nosotros, si piensas, aunque sea remotamente, que podemos tener un futuro y un Mateo juntos, una casa con jardín, animales, tardes frente a la chimenea, un sofá en el que leer libros mientras yo acaricio tus pies, y viajes en los que paseemos cogidos de la mano, entonces, por favor, no te acuestes con él en Roma.

Te lo suplico, Marisa, te lo pido de rodillas y llorando, y no es una exageración, por favor, por favor, no lo hagas. Eso no podría soportarlo. No podría perdonarlo. Jamás. Y tampoco podría volver a verte. Nunca. Sería una manera tan consciente la tuya de buscar la forma de apuñalarme, otra vez, en el corazón, de la manera más dolorosa posible... Pero no sería una herida mortal, porque estarías buscando que agonizara lentamente. Entonces no quedaría ninguna esperanza para nosotros. No podría volver a escuchar tu preciosa voz, desmayarme al verte sonreír, acariciar tus mejillas. Nunca, nunca, porque estaría pensando en que, a sabiendas de lo que significaba, te fuiste a Roma a quedar con un hombre para acostarte con él. Y no era yo, Marisa, aquel a quien querías besar, acariciar y lamer. Ni aquel que te acarició, besó y penetró, llenándote de su viejo y asqueroso líquido. Eso pasó en León y puedo soportarlo sólo si estás junto a mí. Pero Roma...eso es algo con lo que tendría que vivir, pero no podría ser a tu lado.

Marisa, si lo haces, me habrás perdido para siempre. De todas las maneras. Ni emails, ni SMS, ni llamadas, ni ir al cine, ni tomar un café, ni cocinar para tí, ni tú para mí, ni compartir una botella de vino, ni charlas en un sofá, ni disfrutar de una tarde de invierno delante de una chimenea leyendo un buen libro. No podríamos ser amigos, no podríamos ser nada. No querré saber nada de tí, ni bueno, ni malo. No puedo cambiar el pasado y no puedo borrar nuestra relación como si nunca hubiera ocurrido, pero le pediré a Dios que me ayude a dejar de pensar en tí.

No tengo ningún derecho a pedirte lo que te he pedido, lo sé. Tampoco estoy dentro de tu mente y no se con exactitud lo que piensas de él y me puedo haber equivocado en algunas de mis deducciones. Esta carta podría, como casi todo lo que yo hago, ser sólo una estupidez. Si mi súplica cae en saco roto, por favor, no me contestes. El silencio será más elocuente que un millar de palabras con lamentaciones y excusas. Por mi parte, haré lo que te he dicho: no volver a verte.

Un beso lleno de esperanza,

Luis

Saturday, December 8, 2007

Una última súplica (II)

"Cuando una mujer te dice que lo que siente es un enorme afecto por tí, eso significa que se la folla otro, que, incidentalmente, no eres tú y que tú nunca estarás entre sus piernas. O que nunca volverás a estarlo.", afirmó para sí Luis mientras apuraba el último cigarrillo del paquete, antes de que el frío le obligara a volver a entrar en el local. En el puñeteramente saludable bar no había máquina expendedora del veneno enrollado en papel blanco, detrás de la barra no se veía a la venta cartón de tabaco alguno y, para colmo, estaba gestionado por un no fumador fiel a sus principios, aunque se pelearan con los principios del Buen Comerciante. Así que, como en cualquier país anglosajón o en la norteña Noruega, los fumadores tenían que salir a la calle. Paradójicamente, se había multiplicado la venta de café, en sus distintas opciones, desde que Mario, el dueño, adoptó la medida de convertir "Alí Babá" en el único disco bar de Fomento en el que no estaba permitido encender un cigarrillo. Y es que, a finales de Noviembre, el tiempo estaba revuelto y una caliente dosis de cafeína, en lugar de un combinado alcohólico, era lo que más apetecía después de una venenosa dosis de nicotina. Pero no a Luis. Bebedor social como cualquiera, en un país que honra a San Vino Tinto y Santa Cerveza, había atravesado fases de volver a la locura inconsciente de los veinte años. Después, las realidades de ir a trabajar con resaca, el cansancio de su higado y asumir que treinta y cinco años no son veinticinco, habían frenado esa aventajada carrera donde la meta era el alcoholismo. Hasta hace un año. Con sonrisa triste, murmuró, "Tú me acostumbraste a tantas cosas maravillosas, que sin tí solo quedan las espinas, pero no las rosas".

No le importaba hablar sólo, aunque eso atrajera miradas de extrañeza. Los pensamientos le comían el alma y el hecho de verbalizarlos, aunque fuera en murmullos ininteligibles a un metro de distancia, eran un parco alivio. Así podían sonar como palabras dichas por otro, o leídas en una revista en voz alta, apartando un poco de sí mismo el contenido de ellas. Distanciamiento y objetividad, algo que él era incapaz de conseguir. Tanto como olvidarla, pues ella había hecho firme presa en su corazón. Recordaba las últimas veces que se vieron, cuando la taquicardia le asaltaba incluso horas antes de atisbar su morena y esbelta figura avanzando con decisión entre la multitud. No podía dejar de mirarla y embobarse ante la madura belleza de sus rasgos, su indudable estilo a la hora de vestir y, como desde la primera vez, derretirse con una sonrisa que iluminaba una habitación. Tampoco pudo dejar de notar que su piel ya no era el terreno de juego de sus manos y boca. Disimulado con maquillaje, pero perceptible, escondido bajo el cuello de la blusa, asomaba una negra marca causada por otra boca.

Las luces de Navidad puntuaban intermitentemente la noche de Gijón, como si de ayudas a la aproximación en una pista de aterrizaje aeroportuaria se tratara. Aquél lunes no había ningún otro parroquiano en el bar, ni ningún otro adicto en el exterior. De hecho, apenas paseaba gente por las inmediaciones pues casi todo el mundo estaba en sus casas, disfrutando de la cena o de la televisión. Luis se sentía tremendamente sólo cuanta más gente le rodeaba. Subirse en el coche para conducir al Carrefour significaba que por los altavoces del coche sonaría música para amantes, pues había sido incapaz de poner nada que no pareciera un recopilatorio para solitarios masoquistas. Deambulando entre los pasillos del supermercado, esquivando mujeres, niños y el ocasional grupo de estudiantes con cajas de cerveza y botellas de mayor graduación, metía cajas y latas en el carrito con aire ausente, como si se viera a sí mismo en una película, interpretando un papel en el que no creía. "Siempre nos quedará Paris". Sí, y esa foto besándose con la Torre Eiffel como fondo.

Disfrutaba más de los momentos de soledad e introspección, pero no de aquello que inevitablemente llevaban aparejado, el dolor de pensar en Marisa. "Ni contigo ni sin tí tiene mi vida remedio. Contigo porque me matas, sin tí porque me muero". En realidad lo que él le había dicho una vez, casi al final del todo, cuando el rencor era más fuerte que la diplomacia, había sido algo así como "Eres como la puta del hortelano, que ni me folla, ni me deja follar". Se arrepintió inmediatamente, con la boca aún sucia por la última palabra. Marisa se quedó pasmada y, sin decir palabra, le arreó una sonora bofetada, se puso de pie, le miró con una ira que había vencido al afecto, y se marchó. Era la primera vez que eso le ocurría en público, en una cafetería, y la audiencia, un ecléctico grupo de estudiantes, jubilados y trabajadores de oficinas cercanas, primero la miró alejarse a ella y después, durante unos segundos, le contemplaron en un silencio sólo roto cuando alguien exclamó "¡Joooder! ¡Cómo las gasta esa morena!". Se maldijo a sí mismo por decir algo que ni siquiera pensaba. Aquella bofetada le dolió durante un par de días. Pero del dolor en el corazón no se había recuperado aún, pese a medicarse diariamente con alcohol y varias veces al día con cigarrillos americanos, de esos que no pagan impuestos.

El tabaco era malo para sus pulmones y el ron dominicano con coca cola, para su bolsillo, su hígado y, más importante en esas fechas, para su salud mental. Sabía perfectamente todo eso, pero era incapaz de afrontar medianamente sobrio tanto anuncio de gente sonriente, de parejas abrazadas, de felicidad repartida a manos abiertas desde las pantallas, los escaparates, las vallas y los folletos publicitarios. Apenas un año antes, eran Marisa y Luis los que sonreían, se abrazaban y disfrutaban de la Navidad como Dios y El Corte Inglés mandan.

Tuesday, December 4, 2007

Una última súplica (I)

Cuando Andrea abrió finalmente los ojos, le asaltó la familiar sensación de no reconocer dónde se encontraba. Lámpara, mesita de noche, cortinas o ventana no tenían los colores ni la familiar estética de aquellos que adornaban su dormitorio. Ni siquiera el tacto de las sábanas era algo que pudiera asociar con cualquiera de las suyas. Y por otro lado, esto sólo confirmaba una impresión anterior, que el olor de las mismas era una mezcla de sexo y sudor.

Tumbada de lado, contemplaba la claridad del día filtrándose a través de la ventana, merced a unos cortinajes espesos pero descuidadamente cerrados. A sus espaldas, la espiración de una fuerte respiración se dejaba sentir intermitentemente sobre su nuca. Andrea se giró lentamente para ver a la persona con la que compartía el lecho. Pelo corto y poblado de canas, como el de la barba. Rasgos enjutos, delgada complexión, arrugada piel. Aparentaba unos cincuenta años de edad. Por lo menos, diez más que ella. Irónicamente, justo lo que creía necesitar.

Despacio, para no despertar a aquel con quien había gemido la noche anterior, Andrea se levantó y buscó por el suelo su arrugada camiseta y las bragas y se las puso, encaminándose a lo que parecía la puerta del baño. Después de tirar de la cadena (en realidad el habitual botón plástico), se quedó sentada en la taza durante un buen rato. Sin las complicaciones de una resaca, pues la noche anterior sólo había tomado apenas un par de copas de vino durante la cena, pudo rememorar todo lo que había pasado. Él no era un desconocido, pero apenas hacía un par de semanas que se lo habían presentado. Políglota, simpático, ni guapo ni feo, con buena conversación y un trabajo "freelance" al que le dedicaba sólo unos meses al año y que le permitía vivir desahogadamente y viajar cuando se le antojara.

Andrea se sintió atraída como una polilla a la tililante llama de una vela.

Por su parte, Julio podía oler la necesidad que emanaba de ella, como la noche pasada había olido su fragancia más íntima. Y eso le había animado a realizar avances, cada vez más osados, cada vez más frecuentes. Hasta que, la víspera, una cena había terminado con la



"Mierda, no puedo seguir escribiendo". Alberto apagó el cigarrillo y se quedó contemplando la pantalla del ordenador, donde una pequeña línea vertical parpadeaba incesantemente reclamando dar a luz más letras para terminar la incompleta frase y el apenas comenzado relato. Desvió la mirada hacia la ventana antes de que se viera obligado a darle un puñetazo al machacón cursor. Los arboles desnudos no le devolvieron la mirada, pero sus ramas agitándose por el viento parecían los meneos de cabeza de quien ve que algo no tiene sentido. La tónica habitual de su vida sin rumbo desde hace unos meses.

Era sólo el tercer borrador de lo que tendría que ser su colaboración en un libro de relatos cortos, agrupados bajo el tema común del amor, sus consecuencias, su ausencia y todo lo que hombres y mujeres hacemos buscándolo y huyendo de él. Los dos primeros intentos de crear una historia no habían sido de su agrado, demasiados vagos, sin sustancia, sin nada especial que atrajera el interés del lector. No tenían alma y apestaban a artificialidad vacua desde lejos. Y la editorial ya le estaba llamando a diario, sin meterle prisa pero metiéndosela ("¿Qué, Alberto, cómo va eso? Ya tengo ganas de leerlo. Ayer Pedro S. me entregó su relato y es estupendo, oye, estupendo, pero seguro que tú te lo comes con patatas, ¿a que sí?. Por cierto, ¿cuando podré leerlo? ¡Mira que lo queremos ver antes de que acabe el año! Jajaja"). Estupendo. Como si no fuera bastante atravesar una crisis creativa tras una crisis sentimental (es decir, después de que Marta le hubiera dicho que ya no veía pasión en la relación y que estaba convencida de que era mejor dejarlo "ahora que aún no hay niños, gracias a Dios"), encima, gracias al celo editorial de Pedro, ahora tenía plena consciencia de que se aproximaba inexorablemente la fecha de entrega de un manuscrito que aún no ocupaba ni un puñetero folio en Arial 10. Y que no podía escribir, pues en éste se reconocía demasiado. Y también lo haría Marta si llegaba a leerlo, cosa de la que no dudaba, p
orque no hay historia que se precie de ser contada que no tenga una importante dosis de dolor.

Suspirando, guardó el documento como "Borrador de una pérdida" en una carpeta distinta a aquella en la que se almacenaban el resto de relatos. Esta historia era demasiado íntima y personal como para publicarla. Ante la ausencia de ideas mejores y con el tic tac del reloj desangrando los segundos hacia una nada lejana fecha límite, había decidido arriesgarse y usar una experiencia reciente, con unos pocos cambios, como base para su relato. Y la idea no había funcionado porque la herida aún estaba abierta y pronto el rojo líquido volvió a correr. Había sido una mala idea.

Abrió un nuevo documento de texto, apretó los dientes y comenzó a teclear con dos inseguros dedos...


"Cuando una mujer te dice que lo que siente es..."