Saturday, December 8, 2007

Una última súplica (II)

"Cuando una mujer te dice que lo que siente es un enorme afecto por tí, eso significa que se la folla otro, que, incidentalmente, no eres tú y que tú nunca estarás entre sus piernas. O que nunca volverás a estarlo.", afirmó para sí Luis mientras apuraba el último cigarrillo del paquete, antes de que el frío le obligara a volver a entrar en el local. En el puñeteramente saludable bar no había máquina expendedora del veneno enrollado en papel blanco, detrás de la barra no se veía a la venta cartón de tabaco alguno y, para colmo, estaba gestionado por un no fumador fiel a sus principios, aunque se pelearan con los principios del Buen Comerciante. Así que, como en cualquier país anglosajón o en la norteña Noruega, los fumadores tenían que salir a la calle. Paradójicamente, se había multiplicado la venta de café, en sus distintas opciones, desde que Mario, el dueño, adoptó la medida de convertir "Alí Babá" en el único disco bar de Fomento en el que no estaba permitido encender un cigarrillo. Y es que, a finales de Noviembre, el tiempo estaba revuelto y una caliente dosis de cafeína, en lugar de un combinado alcohólico, era lo que más apetecía después de una venenosa dosis de nicotina. Pero no a Luis. Bebedor social como cualquiera, en un país que honra a San Vino Tinto y Santa Cerveza, había atravesado fases de volver a la locura inconsciente de los veinte años. Después, las realidades de ir a trabajar con resaca, el cansancio de su higado y asumir que treinta y cinco años no son veinticinco, habían frenado esa aventajada carrera donde la meta era el alcoholismo. Hasta hace un año. Con sonrisa triste, murmuró, "Tú me acostumbraste a tantas cosas maravillosas, que sin tí solo quedan las espinas, pero no las rosas".

No le importaba hablar sólo, aunque eso atrajera miradas de extrañeza. Los pensamientos le comían el alma y el hecho de verbalizarlos, aunque fuera en murmullos ininteligibles a un metro de distancia, eran un parco alivio. Así podían sonar como palabras dichas por otro, o leídas en una revista en voz alta, apartando un poco de sí mismo el contenido de ellas. Distanciamiento y objetividad, algo que él era incapaz de conseguir. Tanto como olvidarla, pues ella había hecho firme presa en su corazón. Recordaba las últimas veces que se vieron, cuando la taquicardia le asaltaba incluso horas antes de atisbar su morena y esbelta figura avanzando con decisión entre la multitud. No podía dejar de mirarla y embobarse ante la madura belleza de sus rasgos, su indudable estilo a la hora de vestir y, como desde la primera vez, derretirse con una sonrisa que iluminaba una habitación. Tampoco pudo dejar de notar que su piel ya no era el terreno de juego de sus manos y boca. Disimulado con maquillaje, pero perceptible, escondido bajo el cuello de la blusa, asomaba una negra marca causada por otra boca.

Las luces de Navidad puntuaban intermitentemente la noche de Gijón, como si de ayudas a la aproximación en una pista de aterrizaje aeroportuaria se tratara. Aquél lunes no había ningún otro parroquiano en el bar, ni ningún otro adicto en el exterior. De hecho, apenas paseaba gente por las inmediaciones pues casi todo el mundo estaba en sus casas, disfrutando de la cena o de la televisión. Luis se sentía tremendamente sólo cuanta más gente le rodeaba. Subirse en el coche para conducir al Carrefour significaba que por los altavoces del coche sonaría música para amantes, pues había sido incapaz de poner nada que no pareciera un recopilatorio para solitarios masoquistas. Deambulando entre los pasillos del supermercado, esquivando mujeres, niños y el ocasional grupo de estudiantes con cajas de cerveza y botellas de mayor graduación, metía cajas y latas en el carrito con aire ausente, como si se viera a sí mismo en una película, interpretando un papel en el que no creía. "Siempre nos quedará Paris". Sí, y esa foto besándose con la Torre Eiffel como fondo.

Disfrutaba más de los momentos de soledad e introspección, pero no de aquello que inevitablemente llevaban aparejado, el dolor de pensar en Marisa. "Ni contigo ni sin tí tiene mi vida remedio. Contigo porque me matas, sin tí porque me muero". En realidad lo que él le había dicho una vez, casi al final del todo, cuando el rencor era más fuerte que la diplomacia, había sido algo así como "Eres como la puta del hortelano, que ni me folla, ni me deja follar". Se arrepintió inmediatamente, con la boca aún sucia por la última palabra. Marisa se quedó pasmada y, sin decir palabra, le arreó una sonora bofetada, se puso de pie, le miró con una ira que había vencido al afecto, y se marchó. Era la primera vez que eso le ocurría en público, en una cafetería, y la audiencia, un ecléctico grupo de estudiantes, jubilados y trabajadores de oficinas cercanas, primero la miró alejarse a ella y después, durante unos segundos, le contemplaron en un silencio sólo roto cuando alguien exclamó "¡Joooder! ¡Cómo las gasta esa morena!". Se maldijo a sí mismo por decir algo que ni siquiera pensaba. Aquella bofetada le dolió durante un par de días. Pero del dolor en el corazón no se había recuperado aún, pese a medicarse diariamente con alcohol y varias veces al día con cigarrillos americanos, de esos que no pagan impuestos.

El tabaco era malo para sus pulmones y el ron dominicano con coca cola, para su bolsillo, su hígado y, más importante en esas fechas, para su salud mental. Sabía perfectamente todo eso, pero era incapaz de afrontar medianamente sobrio tanto anuncio de gente sonriente, de parejas abrazadas, de felicidad repartida a manos abiertas desde las pantallas, los escaparates, las vallas y los folletos publicitarios. Apenas un año antes, eran Marisa y Luis los que sonreían, se abrazaban y disfrutaban de la Navidad como Dios y El Corte Inglés mandan.

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