Tuesday, December 18, 2007

Una última súplica (y IV)

"Los adultos son niños con un sueldo", y por encima de la media, en el caso de Luis. Pero esa carta la había escrito con tristeza, amargura y el deseo de conseguir lo imposible, porque la luna estaba lejos del alcance de sus dedos, a sabiendas de que su comportamiento era infantil y, peor aun, sin esperanza. Pero no podía dejar de hacerlo, de intentarlo, aunque fuera una batalla perdida, como tantas otras en la Historia. No una, sino tres veces a lo largo de los siglos, en Chittorgah, India, los soldados sometidos a asedio en el fuerte escogieron la muerte antes que el deshonor, saliendo de la protección de sus murallas a combatir a un enemigo que les barrió con facilidad. Luis sabía que este último gesto estaba condenado al fracaso, como todos los anteriores. Llevaba tiempo deslizándose cuesta abajo por una pendiente de humillación, sacrificio y dolor. Estaba a punto de tocar fondo y temía el momento en que eso llegara porque veinte pastillas de Somnovit estaban en su mesilla de noche, demasiado cerca, demasiado atractivas enfundadas individualmente en la palidez lechosa de su plástico.

"Una cierta dosis de locura es necesaria para sobrevivir en un mundo tan insano" era otra de sus frases favoritas. A veces, usaba una variante, cambiando la primera parte por un más bohemio "Dosis de alcohol son necesarias con frecuencia...". Sólo él lo encontraba divertido, y solamente cuando había ingerido su ración diaria de bebida. Ese es otro comportamiento que había recuperado, como el tabaco, que no probaba desde los quince años. "No tengo prisa por morir" contestaban los imbéciles fumadores cuando les decían que el tabaco es un veneno lento. Ahora Luis era un imbécil más, pero él si tenía prisa por llegar al punto en que la auto destrucción sería completa. No era Nicolas Cage en "Leaving Las Vegas", pero de una manera más europea, más sibarita, disfrutaba del Benedictine y el Drambuie en privado. Y del ron dominicano en público. Y las botellas de Rioja y Ribera del Duero ocupaban ahora los primeros puestos en el contenedor para reciclar vidrio, que el Ayuntamiento había situado convenientemente cerca de su portal. Tampoco era De Niro en "Taxi Driver", pero el café con leche del desayuno se había convertido en café con Baileys primero y en Baileys con café más tarde. Uno de estos días, en cualquier control rutinario, le iba a parar la Guardia Civil a las ocho de la mañana y al olerle el aliento le obligarían a soplar en el condenado aparatito. Y daría positivo.

Lo curioso es que eso no tenía nada que ver con Marisa, se volvió a mentir a sí mismo mientras franqueaba la puerta del bar, buscando el calor artificial del interior. No, todo eso sólo tenía que ver con esas malditas fechas en el calendario en que el Gobierno y las Televisiones decretan que hemos de ser felices y estar emparejados o, en su defecto, andar buscando pareja con más desesperación que de costumbre. Claro, a ver a quien sentamos en la mesa la noche del veinticuatro de Diciembre, no sea que a la pobre abuela le de un ataque, que ya sabemos que no es nada moderna para según que cosas. Ya había sido bastante duro para ella enterarse de que Marisa y Luis habían cortado después de sólo un año de relaciones. Otra vez que su ilusión de tener un nieto al que malcriar desaparecía delante de sus ojos.

Un rápido vistazo constató que dos cubitos de hielo casi derretidos eran lo único que quedaba de su segunda copa del martes, así que decidió que también sería la última, por lo menos hasta llegar a casa. Allí le esperaba el temido silencio que le gritaba que la realidad es una hija de puta que muerde con ganas. Que no busca el cuello, porque eso sería demasiado fácil y rápido, sino que se lanza al estómago, destrozando la barriga en su camino y provocando una muerte dolorosa y lenta que se prolonga durante horas. O, como en el caso de Luis, once meses y cuatro días.

Varios correos electrónicos fruto de la desesperación, hijos del patetismo de una situación insostenible, eran las últimas adquisiciones para un baúl que ya contenía infinidad de cenas a la luz de una chimenea, tardes de sábado en el cine con palomitas y PepsiCola, ociosos domingos de juegos bajo las sábanas, besos robados en las escaleras de su edificio de oficinas, una deslumbrante sonrisa en la cafetería, sólo para él, y doce meses de complicidades. También distanciamiento, silencios embarazosos, enfados disimulados y otros gritados, y una dolorosa ruptura. Y otra, menos dolorosa. Y una separación agónica, para luego enterarse de que había otro que no sólo le calentaba la cama sino también el corazón.

"Tira el baúl y la llave al mar. A dos mares distintos, mejor, o el que se irá un día de cabeza al Cantábrico vas a ser tú", le había disparado a quemarropa un amigo de triste mirada, pausado hablar y, repetidas veces, roto corazón. Viniendo de alguien incapaz de aprender de sus propios errores, más allá de no volver a retirar del fuego una sartén de mango metálico sin usar un trapo de cocina, eso resultaba casi gracioso. Si el sentido del humor es cínico, claro está.

Había habido otras mujeres después de Marisa, por supuesto. El coctel de alcohol, desesperación y miedo le habían arrojado en otros brazos alguna que otra vez. El sexo de las primeras veces es más apasionado, más sucio y más primitivo que el que se tiene un mes después. Y, sin embargo, cuando se levantaba en una cama ajena o, cuando veía a alguien desconocido en la suya al romper el alba, Luis tenía un nudo en la garganta y todo el placer físico de la noche anterior se desvanecía por completo. Ni siquiera la masturbación le resultaba un alivio. Ya fuera con una película o con fotos en el monitor del ordenador, siempre ocurría lo mismo: antes de terminar se le venía a la cabeza la imagen de Marisa. Desnuda, tumbada boca arriba en una cama de blancas sabanas. Melena negra desparramada sobre la almohada, ojos entrecerrados, labios humedecidos por una lengua insinuante. Respiración agitada que hacía subir y bajar sensualmente sus preciosos pechos, blancos donde el bikini había cubierto la piel pero de sonrosada aureola. Su barriguita, que a él le encantaba acariciar, casi plana. Más abajo del ombligo, una carretera forestal hacia el placer.

Pero no era él quien se acerba a ella y la penetraba, sino otro hombre. El brutal asalto a su mente de una imagen tan odiada era tan poco favorecedor para la tarea sexual que tenía, literalmente, entre manos, como el que le pusieran delante una foto del Papa. Además, su educación católica le había dejado marcada una patente sensación de culpabilidad cada vez que afrontaba el solitario acto del onanismo. Y eso que él no tenía que fecundar a la mujer de su fallecido hermano.

Le pagó las consumiciones a un joven camarero, con la cabeza afeitada y un tatuaje que asomaba por la nuca, y salió del bar, sin abrocharse el abrigo. Una vez fuera, sin la protección de ningún pétreo soportal, levantó la mirada hacia las estrellas, balizas cósmicas, remotos mensajeros del pasado, y decidió dar por terminada la noche con un murmurado "Por muy rápido que corras, por muy lejos que vayas, nunca conseguirás esconderte de ti mismo". Suspirando, se metió las manos en los bolsillos y caminó calle abajo, sin importarle que el frío viento azotara su cara, haciendo que perlas saladas brotaran de sus tristes ojos azules.

Y no podía negar que eso tenía que ver con Marisa, aunque no hubiera querido saber nada de ella desde hacía once meses y ,ahora, casi cinco días.

1 comment:

Anonymous said...

Tu voz, aun lejana, sigue alborotando las mariposas de mi vientre. Ni un año, ni un día, ni una hora sin tí pasan, que no desee volver a verte.