Tuesday, December 4, 2007

Una última súplica (I)

Cuando Andrea abrió finalmente los ojos, le asaltó la familiar sensación de no reconocer dónde se encontraba. Lámpara, mesita de noche, cortinas o ventana no tenían los colores ni la familiar estética de aquellos que adornaban su dormitorio. Ni siquiera el tacto de las sábanas era algo que pudiera asociar con cualquiera de las suyas. Y por otro lado, esto sólo confirmaba una impresión anterior, que el olor de las mismas era una mezcla de sexo y sudor.

Tumbada de lado, contemplaba la claridad del día filtrándose a través de la ventana, merced a unos cortinajes espesos pero descuidadamente cerrados. A sus espaldas, la espiración de una fuerte respiración se dejaba sentir intermitentemente sobre su nuca. Andrea se giró lentamente para ver a la persona con la que compartía el lecho. Pelo corto y poblado de canas, como el de la barba. Rasgos enjutos, delgada complexión, arrugada piel. Aparentaba unos cincuenta años de edad. Por lo menos, diez más que ella. Irónicamente, justo lo que creía necesitar.

Despacio, para no despertar a aquel con quien había gemido la noche anterior, Andrea se levantó y buscó por el suelo su arrugada camiseta y las bragas y se las puso, encaminándose a lo que parecía la puerta del baño. Después de tirar de la cadena (en realidad el habitual botón plástico), se quedó sentada en la taza durante un buen rato. Sin las complicaciones de una resaca, pues la noche anterior sólo había tomado apenas un par de copas de vino durante la cena, pudo rememorar todo lo que había pasado. Él no era un desconocido, pero apenas hacía un par de semanas que se lo habían presentado. Políglota, simpático, ni guapo ni feo, con buena conversación y un trabajo "freelance" al que le dedicaba sólo unos meses al año y que le permitía vivir desahogadamente y viajar cuando se le antojara.

Andrea se sintió atraída como una polilla a la tililante llama de una vela.

Por su parte, Julio podía oler la necesidad que emanaba de ella, como la noche pasada había olido su fragancia más íntima. Y eso le había animado a realizar avances, cada vez más osados, cada vez más frecuentes. Hasta que, la víspera, una cena había terminado con la



"Mierda, no puedo seguir escribiendo". Alberto apagó el cigarrillo y se quedó contemplando la pantalla del ordenador, donde una pequeña línea vertical parpadeaba incesantemente reclamando dar a luz más letras para terminar la incompleta frase y el apenas comenzado relato. Desvió la mirada hacia la ventana antes de que se viera obligado a darle un puñetazo al machacón cursor. Los arboles desnudos no le devolvieron la mirada, pero sus ramas agitándose por el viento parecían los meneos de cabeza de quien ve que algo no tiene sentido. La tónica habitual de su vida sin rumbo desde hace unos meses.

Era sólo el tercer borrador de lo que tendría que ser su colaboración en un libro de relatos cortos, agrupados bajo el tema común del amor, sus consecuencias, su ausencia y todo lo que hombres y mujeres hacemos buscándolo y huyendo de él. Los dos primeros intentos de crear una historia no habían sido de su agrado, demasiados vagos, sin sustancia, sin nada especial que atrajera el interés del lector. No tenían alma y apestaban a artificialidad vacua desde lejos. Y la editorial ya le estaba llamando a diario, sin meterle prisa pero metiéndosela ("¿Qué, Alberto, cómo va eso? Ya tengo ganas de leerlo. Ayer Pedro S. me entregó su relato y es estupendo, oye, estupendo, pero seguro que tú te lo comes con patatas, ¿a que sí?. Por cierto, ¿cuando podré leerlo? ¡Mira que lo queremos ver antes de que acabe el año! Jajaja"). Estupendo. Como si no fuera bastante atravesar una crisis creativa tras una crisis sentimental (es decir, después de que Marta le hubiera dicho que ya no veía pasión en la relación y que estaba convencida de que era mejor dejarlo "ahora que aún no hay niños, gracias a Dios"), encima, gracias al celo editorial de Pedro, ahora tenía plena consciencia de que se aproximaba inexorablemente la fecha de entrega de un manuscrito que aún no ocupaba ni un puñetero folio en Arial 10. Y que no podía escribir, pues en éste se reconocía demasiado. Y también lo haría Marta si llegaba a leerlo, cosa de la que no dudaba, p
orque no hay historia que se precie de ser contada que no tenga una importante dosis de dolor.

Suspirando, guardó el documento como "Borrador de una pérdida" en una carpeta distinta a aquella en la que se almacenaban el resto de relatos. Esta historia era demasiado íntima y personal como para publicarla. Ante la ausencia de ideas mejores y con el tic tac del reloj desangrando los segundos hacia una nada lejana fecha límite, había decidido arriesgarse y usar una experiencia reciente, con unos pocos cambios, como base para su relato. Y la idea no había funcionado porque la herida aún estaba abierta y pronto el rojo líquido volvió a correr. Había sido una mala idea.

Abrió un nuevo documento de texto, apretó los dientes y comenzó a teclear con dos inseguros dedos...


"Cuando una mujer te dice que lo que siente es..."


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